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20/4/09

Con Caudal

por MANUEL GARCÍA-CARTAGENA


RESUMEN del TEXTO

La puesta en circulación del número 13 de Caudal, que celebra y valora en su justa medida, da pie al autor para exponer su particular punto de vista sobre la cultura dominicana en general –y la literaria en particular-- en el momento presente, en la que señala certeramente numerosas deficiencias estructurales y vicios de procedimiento que lo llevan a dianosticar un verdadero estado de “excepción cultural”.



CADA DÍA que pasa está más claro que ya no podemos seguir asumiendo la vieja pose paternalista que caracterizó a la mayor parte de nuestras gestiones culturales, individuales o colectivas, estatales o privadas, a lo largo del siglo XX. Cada vez hay más dominicanos y dominicanas decididos a ser actores y actrices de una serie de procesos plurales, abiertos y, sobre todo, inteligentes, esto es, concebidos como espacios de trabajo orientados a colmar vacíos y enderezar torsiones.

Éste es el caso de la revista Caudal, un proyecto de cuyo nacimiento fui testigo excepcional, ya que varias veces tuve la ocasión de compartir planes e ideas con su director, Carlos Enrique Cabrera, a quien conozco desde la época en que ambos colaborábamos en el Área de Humanidades del INTEC, en los días en que dicho proyecto era todavía tan sólo un sueño.

La trayectoria trazada por la revista Caudal en sus tres años de existencia pone de manifiesto dos hechos cuya constatación parecería holgar, pero que tantas veces escapan a la atención de las personas. El primero es que, cuando la calidad es el horizonte al que se apunta en materia de comunicación cultural, el éxito, es decir, la comunicación, está asegurado de antemano. El segundo es que una revista cultural gana eficacia comunicativa cuando sus responsables la conciben y la manejan en toda circunstancia como un medio, y no como un simple producto. Sobre este último punto, considérese la manera en que los únicos artefactos comunicativos que han logrado sobrevivir a las últimas crisis a gran escala que han azotado a nuestra sociedad han sido precisamente los que han apostado a la preservación a toda costa de su estatuto de medios. La razón es simple: nuestra sociedad ha llegado a un punto en que quizás podría permitirse dejar de vender o de comprar algunas cosas, pero, definitivamente, ya nunca más podrá vivir sin información.

Desde este punto de vista, cualquiera habría pensado hace algunos años que las noticias literarias verían garantizados y multiplicados sus espacios en el conjunto de los medios de comunicación dominicanos, sobre todo al considerar que lo literario había gozado tradicionalmente en nuestro país de una singular prestancia en el abanico de tópicos informativos en el ámbito cultural, y al tomar en cuenta lo que a mediados de la década del 90 se concebía y se nos vendía como un auspicioso contexto de transformación del sistema educativo dominicano, con acciones puntuales como la puesta en marcha de un «Plan Decenal de Educación», de una nueva «reforma» curricular, etcétera.

La realidad, como todos sabemos, ha tomado un rumbo muy distinto. Quiérase que no, el cierre de los suplementos literarios ha venido a sincerar la relación entre los propietarios de los medios de comunicación dominicanos y sectores sólo aparentemente antagónicos, como el de los editores y el de los escritores dominicanos. Digo «sincerar», puesto que, como se sabe, la orientación pragmática, mercantilista y utilitarista que ha asumido nuestro periodismo en el curso de los últimos años, venía obstaculizando el acceso a los medios de las informaciones culturales y literarias, las cuales habían sobrevivido en las páginas de algunos escasos diarios a título de «relleno». Ante esta situación, algunos de nuestros editores más avispados han comprendido la importancia de contar por lo menos con un medio que funcione de manera más o menos eficaz, y ya están dedicando tiempo, recursos y esfuerzos a la edición de sus propias revistas literarias.

Nada sería más normal, a mi entender, que el hecho de que este tipo de publicaciones se multiplicaran con el paso del tiempo, ya que el vacío dejado por la desaparición de los suplementos literarios de nuestros diarios es un desafío a la necesidad de nuestros editores de promocionar sus productos en un mercado que, trabajado con tesón y empeño, no tardaría en fructificar. Si todavía sigue siendo cierto aquel axioma de McLuhan, según el cual «el medio es el mensaje», es de creer que el medio ideal para promocionar los libros y dimensionar socialmente a los autores deberían ser las revistas literarias.

Concomitantemente con esta desaparición de los suplementos culturales de los diarios, el futuro de los estudios universitarios de Letras o de Humanidades en nuestro país se ha venido haciendo cada vez más dependiente de la «misericordia» de los dueños y rectores de nuestras universidades masificadas, quienes, ya sea por incapacidad o por escasa visión, comprometen seriamente el porvenir de nuestra nación al preferir jugar el consabido juego del «laissez faire, laissez passer», en lugar de asumir su responsabilidad en el proceso de eficientización de nuestras prácticas académicas, orientándolas hacia la investigación, y propiciando el intercambio de información y de experiencias con centros de enseñanza extranjeros.

Sumémosle a esto el curioso fenómeno de claudicación de la crítica literaria en casi toda América Latina, ante el curioso fenómeno de imposición de extraños criterios mercadológicos por parte de las empresas editoriales transnacionales, criterios que, por fortuna o por desgracia, tardarán todavía algunas décadas en arraigarse en nuestro país, si es que algún día llega a adquirir aquí su dimensión característica, debido al ya mencionado disfuncionamiento de nuestras instituciones académicas. Lejos de protegernos o de preservarnos de las consecuencias nocivas de este predominio del campo mercantil sobre el campo literario, el deplorable estado de excepción cultural en el que nos colocan las múltiples deficiencias de nuestras instituciones de enseñanza, deja ver claramente cuál es el sentido que asumen entre nosotros esas nociones tan cacareadas como son la “modernidad” y la “posmodernidad”.

Querámoslo o no, en las sociedades modernas la literatura está llamada a ocupar su puesto, tanto en las vitrinas de las librerías y otros puestos de venta de libros, como en esas otras vitrinas que son las páginas de las publicaciones destinadas a divulgar la existencia de los productos literarios para un público cada vez más organizado en nichos, a los que el sector editorial pretende suministrar insumos que les permitan crearse la ilusión de que pueden “llenar lagunas” cultivándose, o simplemente distraerse.

En todo el mundo el problema de los escritores surgidos en el curso de los últimos veinte o treinta años ya no está, pues, dictado por la alternativa entre estar o no estar incluidos en el índice de una o de varias revistas literarias. Eso a lo que las generaciones anteriores llamaban la «presencia en los medios» ha pasado, en efecto, a un segundo nivel de importancia, en vista de que dicha presencia hoy sólo es concebida —como en efecto se concibe— como una forma de procuración mercadológica.

Hoy en día resulta normal para todo el mundo que los escritores que así pueden hacerlo estén «presentes» en los medios, pero tal presencia ya no es, como en otras épocas, un indicio revelador de su prestancia ética, estética o cultural —más bien, creo que se trata de todo lo contrario.

Al margen de los siempre posibles arreglos coyunturales, el escritor o la escritora de nuestros días tiene una sola alternativa real en cualquier parte del mundo occidental donde se encuentre: o se deja fagocitar por el mercado en pos de una supuesta “fama mediática”, que nunca como ahora ha sido tan sospechosa, o se las arregla para mantenerse en una relativa independencia lúcida que le permita poder publicar sus libros sin necesidad de ceder el control de su actividad creativa.

No en balde en todo el mundo las revistas literarias fueron, a lo largo del siglo XX, el refugio de toda suerte de escritores, quienes, aprovechando la posibilidad que sus páginas les brindaban para publicar sus textos, no vacilaban en hacerlo a cambio de una modesta suma de dinero, en algunos casos, y la mayoría de las veces, completamente gratis. Dirigidas por otros escritores, en muchas ocasiones aquellas revistas del siglo XX permanecían fieles, incluso dentro de su funcionamiento paternalista, a una cierta tradición que la actual correlación de fuerzas entre el campo mercantil y el campo literario ha tornado, en la mayoría de los casos, en pura retórica o simple puerilidad.

En otras palabras, como país del Tercer Mundo, estamos viviendo en la época más ingrata de todas para las revistas literarias dominicanas. En la actualidad, los directores de revistas literarias saben o intuyen que deben intentar defender la imagen del escritor en un país en cuyas universidades se desprecia olímpicamente (por considerarlos poco rentables) a los estudios de Humanidades; un país en donde la movilidad social, producto del desarrollo de la actividad comercial de todo tipo, ha provocado en un tiempo récord un ascenso de categoría socioeconómica de un sector considerable de nuestra sociedad, el cual no ha podido contar con el tiempo necesario para recodificar sus cánones culturales y, por tanto, continúa aferrado a sus valores suburbanos o simplemente rurales; un país en el que, fruto de una tradición oral étnica y culturalmente desarrollada, se suele mostrar hacia la palabra escrita esa suerte de apatía mezclada con desconfianza que sólo nace de la ignorancia y de la pereza. Un país, finalmente, en donde las únicas perspectivas de “desarrollo humano” que parecen prosperar como paradigmas en esta época son los que nos han impuesto precisamente los medios de comunicación: los de la corrupción política, el narcotráfico y los peloteros, sin mencionar el nunca bien ponderado viaje de autoexilio económico a los EUA, o la práctica de géneros que, como la bachata y el merengue, están anclados en el imaginario de esa nueva clase media dominicana a la que he descrito más arriba.

Sin lugar a dudas, señoras y señores, este es el lado más visible de la herencia que nos ha legado la larga tradición paternalista en materia de gestión de proyectos culturales. Y ahora que todo parece indicar que durante mucho tiempo permaneceremos manejados, tanto en lo interno como en lo externo, como sociedad de servicios, sólo las iniciativas individuales podrán marcar la diferencia entre el ser y el no ser de nuestra cultura.

Si así son las cosas —y les aseguro que mucho me gustaría estar equivocado al respecto— cabe esperar que cada uno de nosotros se formule las siguientes preguntas con la única intención de responderlas de la manera más honesta posible: ¿por qué ha de molestarnos descubrir la imagen que se tiene de nosotros en el exterior, si ni siquiera nos preocupamos por proyectar entre nosotros y hacia fuera las cosas que hacen nuestros «soñadores», es decir, el sector sensible a las formas de nuestra realidad sociocultural? ¿Por qué, en una época como ésta, en que cada año se supera con creces el número de libros impresos en nuestro país, resulta cada vez más evidente la falta de coordinación entre los distintos agentes que integran nuestra red de actividades literarias (editores, impresores, dueños de revistas y de medios en general, escuelas, colegios, universidades, etcétera)?

Entre otras cosas, esta noche he venido a expresar mi testimonio personal de que cada número de Caudal ha intentado responder a su manera a estas preguntas y a muchas otras similares. He venido, sobre todo, a ofrecer mi tributo de admiración y de respeto a un ser humano que ha preferido encender un poco de lumbre en medio de nuestras tinieblas y no dedicar tiempo y esfuerzo a maldecir nuestro oscurantismo. Carlos Enrique Cabrera está consciente de todos los riesgos y limitaciones que se ciernen sobre su proyecto, y aun así, nos ofrece en cada entrega de su revista una muestra plural, abierta e inteligente de la actividad literaria nacional.

En un medio sociocultural marcado por el afán de protagonismo de numerosos agentes que pretenden ser los dueños de la historia, Cabrera viene realizando, desde hace tres años, una paciente labor de decantación de las mejores muestras del hacer literario y cultural dominicano. Esta noche, al celebrar el tercer aniversario del lanzamiento de la revista Caudal, he querido sumarme al número de los dominicanos y dominicanas que todavía nos sentimos con derecho a soñar con un país mejor. Definitivamente no será el miedo a un brusco despertar lo que nos impedirá mantener vivo ese sueño. Muchas gracias por su atención.


EL AUTOR

MANUEL GARCÍA-CARTAGENA. es doctor en letras francesas por la Universidad François Rabelais de Tours (Francia), profesor universitario y Editor de lengua Española y Literatura de Editorial Santillana en Santo Domingo.


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Este texto fue leído por el autor en el Forum Pedro Mir de la Librería Cuesta de la ciudad de Santo Domingo, el 14 de marzo de 2 005, en la puesta en circulación -y celebración del tercer aniversario de la revista- del número trece de Caudal. Fue publicado en año 4, número 14 de la revista.




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